(Entrada programada, estoy en Ibiza ;P)
Y he aquí el segundo de los personajes de La Regenta
. Este sí que es una joya que ficharía yo para wikipedia, si no lo hubiera ya fichado Dodo.
-Ahí está el inglés              -dijo entre dientes el flamenco; y se puso un poco pálido.       
            En efecto, era Ronzal.
            Pepe Ronzal -alias Trabuco, no se sabe              por qué- era natural de Pernueces, una aldea de la provincia. Hijo de un              ganadero rico, pudo hacer sus estudios, que ya se verá qué              estudios fueron, en la capital. Aficionado al monte, como Vinculete al              tresillo, desde la adolescencia, ni durante las vacaciones quería volver              a Pernueces, ganoso de no perder ni unas judías. No pudo concluir la              carrera. No bastó la tradicional benevolencia de los profesores para que              Trabuco consiguiera hacerse licenciado en ambos derechos.       
            Una vez le preguntaron en un examen:
                      -¿Qué es un testamento,              hijo mío?       
            -Testamento... ello mismo lo dice, es el              que hacen los difuntos.       
            Además de Trabuco le llamaban el              Estudiante, por una antonomasia irónica que él no              comprendía.       
            Pasó el tiempo; murió el              ganadero, Pepe Ronzal dejó de ser el Estudiante, vendió tierras,              se trasladó a la capital y empezó a ser hombre político,              no se sabe a punto fijo cómo ni por qué.       
            Ello fue que de una mesa de colegio              electoral pasó a ser del Ayuntamiento, y de concejal pasó a              diputado provincial por Pernueces. Si nunca pudo sacudir de sí la              prístina ignorancia, en el andar, y en el vestir y hasta                  en el saludar, fue consiguiendo paulatinos progresos, y se necesitaba ser un              poco antiguo en Vetusta para recordar todo lo agreste que aquel hombre              había sido. Desde el año de la Restauración en adelante              pasaba ya Ronzal por hombre de iniciativa, afortunado en amores de cierto              género y en negocios de quintas. Era muy decidido partidario de las              instituciones vigentes. Se peinaba por el modelo de los sellos y las pesetas, y              en cuanto al calzado lo usaba fortísimo, blindado. Creía que esto              le daba cierto aspecto de noble inglés.       
            -«Yo soy muy inglés en              todas mis cosas -decía con énfasis- sobre todo en las              botas».       
            «Militaba» en el partido más reaccionario de los              que turnaban en el poder.       
            -«Dadme un pueblo sajón,              decía, y seré liberal».       
            Más adelante fue liberal sin que              le dieran el pueblo sajón, sino otra cosa que no pertenece a esta              historia.       
            Era alto, grueso y no mal formado;              tenía la cabeza pequeña, redonda y la frente estrecha; ojos              montaraces, sin expresión, asustados, que no movía siempre que              quería, sino cuando podía. Hablar con Ronzal, verle a él              animado, decidor, disparatando con gran energía y entusiasmo, y notar              que sus ojos no se movían, ni expresaban nada de aquello, sino que              miraban fijos con el pasmo y la desconfianza de los animales del monte, daba              escalofríos.       
            Era de buen color moreno y tenía              la pierna muy bien formada. En lo que se había adelantado a su tiempo              era en los pantalones, porque los traía muy cortos. Siempre llevaba              guantes, hiciera calor o frío, fuesen oportunos o no. Para él              siempre había el guante sido el distintivo de la finura, como              decía, del señorío, según decía              también. Además, le sudaban las manos.        
 Aborrecía lo que olía a              plebe. Los               republicanitos tenían en él un              enemigo formidable. 
(...)
Lo que es cara a cara ya nadie se              reía de él. No le faltó perspicacia para comprender que el              mundo daba mucho a las apariencias, y que en el Casino pasaban por más              sabios los que gritaban más, eran más tercos y leían              más periódicos del día. Y se dijo:       
            «Esto de la sabiduría es un              complemento necesario. Seré sabio. Afortunadamente tengo energía              -tenía muy buenos puños- y a testarudo nadie me gana, y disfruto              de un pulmón como un manolito (monolito, por supuesto.) Sin más              que esto y leer               La Correspondencia seré el              Hipócrates de la provincia».       
            Hipócrates era el maestro de              Platón, maestro al cual nunca llamó Sócrates Trabuco, ni              le hacía falta.       
            Desde entonces leyó              periódicos y novelas de Pigault-Lebrun y Paul de Kock, únicos              libros que podía mirar sin dormirse acto continuo. Oía con              atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre              todo procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima. 
Si los argumentos del contrario le              apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un               rotin, y blandiéndolo gritaba:       
            -¡Y conste que yo sostendré              esto en todos los terrenos! ¡en todos los terrenos!       
            Y repetía lo de terreno cinco o              seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera              por vencido.       
            Comprendía que allí las              discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas              remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto              más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían,              más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los               lapsus geográficos. Solía              confundir los países con los generales que mandaban los ejércitos              invasores. En cierta desgraciada polémica hubo de venir a las manos con              el capitán Bedoya que le negaba la existencia del general              Sebastopol.       
            También creyó que su fama de hombre de talento se afianzaría probando sus fuerzas en el ajedrez y aplicó a este juego mucha energía. Una tarde que jugaba en presencia de varios socios y llevaba perdidas muchas piezas, vio su salvación en convertir en reina un peoncillo.       
            -¡Este va a reina! -exclamó              clavando con los suyos los ojos del adversario.       
            -No puede ser.
            -¿Cómo que no puede              ser?       
            Y el contrario, por instinto,              retiró una pieza que estorbaba el paso del peón que debía              ir a reina.       
            -A reina va, y lo hago cuestión              personal -añadió envalentonado Trabuco, dándose un              puñetazo en el pecho. Y el contrario, sin querer, le              dejó otra casilla libre.                   
Y así, de una en otra,              jugándose la vida en todas ellas, convirtió el peón en              reina, y ganó el juego el enérgico diputado provincial de              Pernueces.