Marién era directora de cine, así lo ponía bajo su nombre, en letra Tahoma, en las tarjetas que repartía en los festivales, en las fiestas del ramo, en las discotecas de moda... Con esfuerzo e imaginación había logrado rodar algunos cortos, pero no habían tenido ni la difusión ni el bombo que le hubiera gustado.
El problema, pensaba, es que carecía de los conocimientos para difundir sus producciones por internet o de los contactos para publicitarlas en prensa o ante los periodistas especializados... un simple comentario positivo en un diario de difusión nacional hubiera supuesto un trampolín sobre el que dar el salto definitivo hacia el largometraje.
En cuanto a los festivales, decía, siempre había alguien con una película mucho más mediocre que la suya pero que era hijo de algún famoso, conocía a alguien, era simpatiquísimo, o guapo (o guapa) y que se llevaba el galardón. Porque Marién no era familiar de nadie, ni conocía a nadie ni era simpática, ni guapa y eso había de reconocérselo a sí misma: era una persona insulsa. Le costaba entablar una conversación o mantenerla y era, pensaba, más bien feúcha y algo rellenita.
Cenando se enteró, poniendo la oreja en la mesa de al lado, que los dos finalistas eran Miguel y ella. A la mañana siguiente se acercó al tal Miguel, descubrió a un muchacho feo y desarreglado, con una sonrisa estúpida y le sonsacó que él tampoco era hijo de nadie, ni conocía, ni siquiera quería dirigir, simplemente había hecho un corto para expresar su desasosiego transitorio.
Al ver a Miguel levantarse en el patio de butacas, Marién decidió romper las tarjetas en las que bajo su nombre, en letra Tahoma, se podía leer “directora de cine”.
El problema, pensaba, es que carecía de los conocimientos para difundir sus producciones por internet o de los contactos para publicitarlas en prensa o ante los periodistas especializados... un simple comentario positivo en un diario de difusión nacional hubiera supuesto un trampolín sobre el que dar el salto definitivo hacia el largometraje.
En cuanto a los festivales, decía, siempre había alguien con una película mucho más mediocre que la suya pero que era hijo de algún famoso, conocía a alguien, era simpatiquísimo, o guapo (o guapa) y que se llevaba el galardón. Porque Marién no era familiar de nadie, ni conocía a nadie ni era simpática, ni guapa y eso había de reconocérselo a sí misma: era una persona insulsa. Le costaba entablar una conversación o mantenerla y era, pensaba, más bien feúcha y algo rellenita.
Cenando se enteró, poniendo la oreja en la mesa de al lado, que los dos finalistas eran Miguel y ella. A la mañana siguiente se acercó al tal Miguel, descubrió a un muchacho feo y desarreglado, con una sonrisa estúpida y le sonsacó que él tampoco era hijo de nadie, ni conocía, ni siquiera quería dirigir, simplemente había hecho un corto para expresar su desasosiego transitorio.
Al ver a Miguel levantarse en el patio de butacas, Marién decidió romper las tarjetas en las que bajo su nombre, en letra Tahoma, se podía leer “directora de cine”.
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